viernes, 30 de octubre de 2015

Rebelde de corazón

Artículo publicado en Perú 21 el sábado 1 de Noviembre de 2003

Por Beto Ortiz

"Bruno era el mejor. Mejor que todos nosotros y que todos los otros juntos. Y, felizmente, lo sabía. Aunque en secreto, lo sabía bien". 

La vida era demasiado chica para contenerte, coleguita. Y qué bajo y asfixiante el techo de esta chercherosa combi apodada Perú. Allí está pues, tu Perú, tu Perucito. Aguanta tu carro, causa, ¿el mío? ¡Será el tuyo! ¡Te lo obsequio! Y como si con eso lo eximieras de todas sus culpas, terminabas exclamando, indulgente: "¡Es nuestro querido Perú, mano!" con esa sonrisita ácida y socarrona que ensayabas cuando ya hasta te daba un poquito de pena volver a decirle país de mierda. Que era así como le decíamos de cariño -¿te acuerdas?- cada vez que nos volvía a reventar la paciencia. ¡Con cuánta emoción rojiblanca! Como quien le dice viejo de mierda al abuelito necio, tacaño y pedorro al que todo se le perdona porque, en el fondo, se le adora. Porque aunque te friegue, hermanitolín -ya, ya, no reniegues -, tienes que reconocer que tú estabas templado hasta las cangallas de tu patria por más que ella (jerma pe, costía al fin, tú y tu maldita suerte con las mujeres) siempre te acabara choteando sin piedad. Por más que ella te hubiera matado siempre con su indiferencia. Cuando, en las reuniones de los lunes, algún jefecito creativo proponía cubrir, qué sé yo: el friaje de Puno, el terremoto en Moquegua, los expedicionarios perdidos en el Marañón, todos mirábamos al techo y silbábamos Hey, Jude. ¿Quién era el orate que se quería soplar esos viajes tortuosos a Culis Mundis en las carcochas infectas del canal? ¡Tú! ¡Siempre tú! ¿Quién atendía provincias? ¡El colorete! Y mientras todos nos inventábamos excusas y disfuerzos, tú chapabas tu eterna mochila Rip Curl y, con esas zapatillitas talla 38 que propiciaron esa irrepetible y malévola leyenda, te marchabas con tu paso de pingüino de Humboldt rumbo a la punta del enésimo cerro. Y lo que era más alucinante: ¡entusiasmado!, ¡como si te estuvieras yendo a Disneylandia a conocer a Mickey Mouse! Trémulo. Extático. Epifánico. Ahíto.

A Bruno le fascinaba hablar en difícil: para él los amigos éramos cofrades; las bromas, chistoretes o chilindrinas, y una golosina, un tentempié. Era una de sus múltiples y sutiles maneras de recordarnos -cada vez que osábamos olvidarlo - que él no era, pues, un alcanza-micro, que él era el Kubrick, el Scorsese, el Oliver Stone del reportaje. Ni más ni menos que "El Súper Reportero" como magistralmente tituló ayer El Popular. Pequeño detalle nomás que había venido a aterrizar al sitio equivocado. Un tipazo, el De Olazábal. Otro lote. Y, calladito nomás, tramaba con premeditación y genial alevosía cada una de sus diminutas obras maestras, como quien prepara una declaración de amor o un crimen perfecto. Hacía planos, trazaba coordenadas, desdoblaba mapas, descifraba partituras, mezclaba colores en su paleta, seguía pistas, desempolvaba sarcófagos con un pincel y, escuchando a las musas que se revolvían en su cabeza, escribía -con su impecable letra redondita - simple y rotunda poesía: No te mueras nunca. Eso fue lo que le dijo, al final de la entrevista, a aquel enfermero errante de Villa María del Triunfo que se dedicaba a suavizarle la agonía a los enfermos de Sida. No te mueras nunca -en el momento más intenso del testimonio -. No te mueras nunca. Aquella frase sólo podía haber salido del corazón limpio de un hombre derecho que buscaba, carajo, la verdad. La verdad y la paz. La paz y la belleza. Bruno De Olazábal era el mejor. Mejor que todos nosotros y que todos los otros juntos. Y, felizmente, lo sabía. Aunque en secreto, lo sabía bien, y eso es lo que más cólera nos daba. Qué pesado cuando -mientras todos nadábamos en un océano de fotocopias y garabatos -, él llegaba a editar su reportaje con todo hechecito, listecito, fichado, pauteado, subrayado con rojo. Y extrayéndose, ceremonioso, el chicle exhausto de la boca, se lo pegaba detrás de la oreja izquierda y procedía a leer su trabajadísimo texto ante el micrófono como si, en lugar de estar haciendo una locución en Off. , Estuviera declamando a Whitman o a Baudelaire. Y no volvía a ver la luz del Sol hasta que no se había cerciorado que su obra era buena. Que la toma era la precisa y el movimiento sinfónico, el perfecto. Y al sétimo día, descansaba. Y cada domingo en la noche era para él una entrega del Oscar privada, un íntimo avant premiere. Era, como bien le decía el zalamero Fiti, viejo cañita: “Un grande entre los grandes”. En un medio tan opaco, tan precario, tan elemental como el nuestro, sentarse un rato a charlar con él era siempre un festín extraordinario en que él podía pasar de los sembríos de trigo con cuervos de Van Goh a la literatura del Siglo de Oro español y de allí, sin escalas al "Amarcord" de Fellini con la misma gracia, quimba y firulete con que brincaba de Héctor Lavoe y el son cubano de Celina y Reutilio a la tabla de posiciones del descentralizado. Con ese mismo toque de pelota pícaro, pundonoroso e ínter barrios con que (enfundado en su camotuda camiseta española de Butragueño peruano), se los llevaba a todititos en el religioso fulbito de los lunes por la noche: ¡Mírame Tony, tócala Midward, pásala Saki, házme correr Suyón! . Para entonces, nadie sabe cómo, de buenas a primeras, pararse en seco y acelerar y volver a frenar con esos sus sincopados movimientos vivarachos de hámster regordete, hasta pegarle por fin el botinazo letal con un estilado inconmutable que hacía a la bola trazar las más extrañas parábolas en el aire antes de hinchar las redes de la valla de los vencidos que, una vez más, habrían de quedarse lacios pagando los amargos celos de la victoria ajena. Estaba vacunado contra las frases hechas. Era un enemigo jurado del lugar común. Cuando algún periodista en la tele decía: "Dantesco siniestro", "líquido elemento", "prestigiado galeno" o, peor: "Citado nosocomio", a Bruno le daban feroces retortijones. Aborrecía la ignorancia. Lo enronchaba la obviedad. Una vez, en un reportaje de Panorama, una pobre reportera rebuznó así: Y en estos momentos, la ladrona de supermercados sale caminando muy "orionda" con su botín. Agárrate. Le dio ataque peludo a mi compadre: ¿Orionda? ¿De dónde salió esta acémila? ¿Oriunda de dónde eres mamita para ir a dejarte? ¿Por qué no le aplican la eutanasia de una vez para que no sufra más esta buena mujer? Abominaba la mediocridad. Era, en su espartana sencillez, un caballero de otro tiempo, un melómano exquisito, un perfecto renacentista. Nunca hubo - estoy seguro - reportero más culto que él. Ni más sarcástico. Su humor negro era feroz. Podía practicarte una cirugía con el rayo láser de sus frases envenenadas. Y muchas veces volvía, canchero, su propia ironía contra él. Porque sabía muy bien dónde estaba parado. Sabía que, en televisión, haber leído mucho no servía para nada. Que son otros los talentos que mejor cotiza ese mercado. La sumisión, por ejemplo, tan en boga, la obediencia debida. Pero, eso sí, que a él nadie nunca le viniera con huevaditas porque se mandaba mudar de un solo portazo, así tuviera que comer piedras durante meses. Estaba hecho de esa rara fibra que sólo tienen los periodistas natos, los genuinos sabuesos, los apasionados sin remedio. Los eternos rebeldes de corazón. Ningún broadcaster tuvo la amplitud de visión de darle jamás el lugar que Bruno, hacía rato, merecía. Se hartó de presentar proyectos, de esperar la famosa oportunidad de que todos pudieran verlo en su verdadera dimensión. Se cansó de peseteo y mezquindades. Y se dio el lujo de patear el tablero una y mil veces, de mandarnos a rodar a todos en fila india y empezar otra vez desde cero. Y otra vez. Y otra vez. Desde cero. Desde debajo de cero. Desde el vacío sin fondo de un cuartito de hotel con menos estrellas que este pálido cielo que ni siquiera sabe llorar. Desde las ignotas profundidades de esa soledad esférica en que, a veces, parece que no te va a quedar más remedio que terminar muriéndote de frío. Pero siempre regresaba, jubiloso. Con la misma sonrisa de chibolo travieso con que entrevistó a Charly García sólo para los patas. Con el mismo coraje a prueba de todo con que sabía develar -como un poseso - los más intrincados y hórridos secretos: masacre del Santa, masacre de Barrios Altos, masacre de El Frontón. Y dejar a la teleaudiencia con un doble nudo en el pulmón. Con esa misma rabia que siempre me pareció el extraño fuego que bullía en su alma su maravillosa rabia de vivir porque, eso sí era un iracundo a tiempo completo, un hígado con patas, un fosforito, un Bart Simpson, un chico migraña. Pero cuando se reía, ay, caray, cuando se reía, se reía con todo aquel cuerpo chica pierna y barrigón que tienen siempre los más chongueros de la cuadra. Se ponía todo colorado, más qué colorado: fucsia, y esos ojos azules de gringuito de Puente Piedra le brillaban como neones al dejar escapar aquella carcajada burlona y fenomenal. Aquella carcajada que nunca creyó en nada ni en nadie. La estoy oyendo. Es inútil que siga escribiendo esta torpe semblanza sin que se mofe usted a sus anchas de mi prosapia, papá. Ya le dije que lo estoy oyendo. Sabrá usted perdonar que mi floro no esté a su altura. Pero sucede que es medianoche y estoy a miles de kilómetros de casa y Martín, Martita, Pepe, Bea -los amigos - no cesan de llamar al celular, de entrar al chat para decirme que esta vez no es broma, que se nos ha mandado usted mudar con su buena música a otra parte. Dígame, por lo menos, que ha encontrado por fin la serenidad. Dígame que su espíritu es, por fin, libre e independiente. Y dígame, sobre todo, cómo chucha nos las arreglamos para solapear esta gramputa tristeza que nos está mordiendo el alma, coleguita.




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